quién se hunde en la profundidad de las llamas
quién cuya mirada se torna oscura y su calor se apaga,
él extendió su mano hacia la silueta albina
de cuyo alrededor se formó la cúpula violácea,
aquella que enfrió y deshilachó su vínculo.
El cazador se sentó paciente en la distancia
dejando pasar el tiempo y viendo el ojo de la noche,
una y otra vez, observando el iris perdido y ausente
de la loba. Fue en la luna del trueno que estalló la tormenta
las paredes de la cueva se agrietaron dejando así escapar
el ardor y calidez de la hoguera, minando el fervor de la pira.
Él abre los ojos, y se presencia la ausencia de fulgor,
las grietas de la tierra muestran las fatídicas nubes
cargadas de truenos y rayos violáceos,
se siente su estruendo, tiembla la tierra y estalla el cielo.
Algo se clava en el pecho de la silueta vislumbra un fragmento
del vitral violáceo manchado con su sangre.
Alza la mirada y se percata de la realidad de la loba,
cegada por su propia guerra fría, constante e inmovil,
con una mecha prendida sobre la cúpula,
con una mecha paralizada en el tiempo,
con una mecha preparada para detonar,
el cazador camina hacia el exterior de la cueva.
Se posa bajo el póstigo que separa el pétreo interior
del camino de tierra que lleva a la costa de la isla,
allí el cazador se frena y ojea los cráneos de la entrada,
los contempla con frustración por no haber comprendido
el mensaje que realmente le querían decir esas inertes
mandíbulas y esas cuencas vacías.
El que porta la piel grisácea del guardián toma su senda,
y una vez llega a la costa se acerca al muelle en busca
de la barca en la que llegó a la isla remota, éste embarca
y navega por el vasto océano observando de lejos,
como la tormenta consume la tierra de la playa,
como se desvanece la luz de la luna y de las estrellas.
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