el emperador observa al soberano
y se desvanece mientras sonríe,
se escuchan sus últimas palabras
en un discreto susurro, como una caricia
del viento en el oído, “Al fín”.
El soberano escucha murmullos ininteligibles,
confundido busca por la estancia su origen
y se percata del espejo frente al trono
la última de las pruebas para obtener la corona,
para apropiarse de su emblema
para ver su rostro real, para ver brillar su alma.
El monarca contempla su rostro y su cuerpo,
en su cabeza reposa la corona arcana,
en su mirada resplandece el fervor de su voluntad,
en su semblante se palpa las marcas y cicatrices
que el tiempo, los caminos, los pasos y el acero
han forjado.
El rey, abrumado por las visiones y las sentencias
que revive y recuerda en el vidrio y en su faz,
vuelve en sí y divisa la luna sobre éste, siente su abrazo
cual suave y cariñosa brisa, en su hombro se posa la tejedora,
a su lado el guardián, y a su espalda emergen sus consejeros
y los pilares que fraguaron su corona y su imperio.