mar de nubes, agitando sus alas de oscuro
plumaje junto a la suave voz y caricias
que le brinda la brisa del horizonte azulado,
aletea y tararea su libre melodía.
El ave bajó al bosque, se posó sobre una rama
de un árbol donde, oculta, una trampa le ató a la tierra,
el trampero enjauló a su presa, le puso
un bozal en el pico y dañó sus alas con el metal
de sus grilletes, fue su peor maldición.
Ahora en una jaula, observa como sus plumas
se marchitan, como sangran según la luna
le mira desde lo alto del cielo, noche tras noche,
envidiando a las estrellas y a las nubes
por no poder surcar las olas de la brisa nocturna.
El metal se funde con sus alas y su taciturno canto,
su plumaje se torna pesado, su canto enmudece
y se quiebran sus sonatas. Con el tiempo los barrotes
de su prisión se corroen y oxidan, con sus afiladas garras
golpea la cerradura maltrecha y escapa de su raptor.
En la foresta, trepa hacia la copa de un roble
esperando a que sanen las heridas de sus alas
y sus plumas se vuelvan livianas,
esperando que su voz vuelva a resonar
por el inmenso océano celeste.
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