atravesando la resistente sombra del poeta,
la reliquia se agrieta formando un arco dorado
y dejando entre ver la pluma del trovador,
aquella que ahora porta el monarca
y cuya tinta recorre sus venas.
Éste abre los ojos, sus pupilas se fijan
en la ausencia de esquirlas en el trono
en la presencia de polvo cristalino en sus contornos,
siente el peso de los fragmentos de la aureola real.
Se escucha alguien serpenteando tras el puesto ostentado,
¿Quién ha entrado en sus aposentos y osa intervenir en el sino?
Una silueta de denso y lúgubre aspecto emerge
vestida con el metal oxidado y corroído
por el paso del tiempo y la erosión del olvido,
pues el soberano no recordaba ni su rostro
ni su mirada, sus ojos se cruzan y la sombra
le apunta con su desafiante y combativo espadón.
El monarca y la robusta figura se enfrentan
y a cada choque de sus curtidas armas
se forjan los relámpagos que llevan al rey
a aquel lugar donde el tiempo transcurre detenido
a aquel lugar donde la tinta le susurra su nombre,
el emperador, título digno de posarse en el trono.
Vuelve en sí mismo tras el mensaje del poeta
y su pluma dorada, vislumbra sobre la cabeza
del emperador los fragmentos de una reliquia grisácea,
siente que aquellos cristales resuenan con su esencia
y su alma, que portan su nombre y que para completar
la imperfecta corona, disputarán la interminable contienda.
Mientras acontece la escaramuza imperial
en las espaldas del soberano es el juglar,
con su laúd y su melodía quien dibuja
y levanta el estandarte venidero
aquel que exhibe altivo el emblema
aun impropio y maltrecho por su letargo.
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